sábado, 21 de marzo de 2015

El tesoro de Silverio

Capítulo 1


-Vamos a ver qué pasa cuando se pone la carne de gallina de pronto,- contestó Silverio a la inoportuna pregunta del  policía. Tuvo suerte,  porque ya amanecía en la cabaña y era necesario dedicar tiempo a otros menesteres más triviales. Abrió la puerta y respirando el aire puro que la montaña ofrecía se dirigió al improvisado wáter que Aurora había preparado.
A primera vista, era un poco destartalado. Los gruesos troncos que presidían la entrada ni siquiera estaban derechos, dando la sensación de que de un momento a otro iban a caerse. Silverio entró con recelo, agachando, incluso, la cabeza sin necesidad. Desde la puerta de la cabaña Aurora le gritó: -¿Qué hago con éste?; si vas a mear podrías decírmelo, ¿ no ?.

El recuerdo de esta escena le torturaba. El tiempo ayuda cuando las heridas, aún profundas, no dependen de remordimientos éticos. Silverio  sabía que iba a ser imposible borrar de su memoria la imagen de Aurora junto al policía, deshechos ambos, junto a un enorme charco de sangre.
 ...

Era domingo, un agradable domingo del mes de noviembre de 1930. Acababa de llegar a su pueblo natal, a diez mil kilómetros de distancia, y apenas tenía la sensación de sentirse en otro sitio. ¡Aurora!. La fatalidad quiso perderla a pesar de que la iba encontrando a cada paso que daba.

- Buenos días, ¿podría indicarme donde hay una pensión barata?.
Luisillo no supo cómo reaccionar a la pregunta de un desconocido tan extraño. En su cabeza no existían registros que le permitieran relacionar la manera de dirigirse a él con la indumentaria y la cara de una persona  nunca vista antes.
- Uuuusted no es de aquí ¿verdad?- consiguió balbucir.
- No, no. Acabo de llegar. Voy de paso. ¿Vos si sos del pueblo, ¿no?- reaccionó Silverio, dándose cuenta de que el chico que tenía delante no era tan chico aunque se comportara como tal. Luisillo le miraba con curiosidad, contento de haber encontrado a un espécimen nuevo que hablaba de forma extraña y más contento aún de que se hubiera dirigido a él expresamente. A pesar de su debilidad mental, Luisillo sabía mucho de emociones, sabía interpretarlas y emocionarse con las propias. Tenía delante a un señor de cierta edad, bien vestido y parecido, portando una hermosa capa negra, con larga y recortada barba, ya canosa. Un señor respetable, con dos extrañas maletas en las manos, que se había dirigido a él con mucha educación porque necesitaba ayuda. Luisillo se prestó presto:
- Puues hay una pensión muy buena en esta calle. Es de Doña Elvira y está en frente del bar de Rogelio.
- Muchas gracias, chaval, sos muy amable

Luisillo marcó su característica sonrisa, exagerada y torcida, que delataba sus pocas entendederas, como a menudo muchos vecinos se referían a su escasa capacidad intelectual. Pero él era feliz hablando con la gente, saludando a los desconocidos y contando a los más habituales los mandados que su madre o hermana mayor le encargaban. Luisillo tenía 27 años, un cuerpo de hombre, una mente de 9 y una sonrisa maravillosa que, a pesar de su extrañeza, levantaba más sonrisas aún.
A menudo saludaba a los vecinos con un inusitado alborozo, como si quisiera contagiar su alegría y hacerte la vida más placentera, aunque sólo fuera por un momento. Luisisillo sabía mucho de cómo hacer felices a las personas. Él había sido un niño feliz que había vivido la calle libre y sin prejuicios de propios y extraños. Siempre jugando con sucesivas generaciones  mientras él permanecía estancado en el rol de niño. Estas vivencias le habían proporcionado una “mundología” especial, un don de gentes, un aprendizaje de sonrisas y carcajadas que invadían inmediatamente las entretelas de las personas a las que se acercaba.
Todavía recuerdo cuando le volví a ver tras muchos años de ausencia. Para él, fue anteayer cuando jugábamos juntos a carreras de zancos. Para mí, fue el despertar de nuevo de un rincón de mi cerebro que ya tenía olvidado.
Luisillo, conmovía las conciencias y aportaba sabores nuevos a la relación,  a esas que se vuelven vacías y repetitivas cuando cada año, o más tal vez, se producen cansinamente entre antiguos vecinos o amigos con los que ya no compartes nada. Luisillo nos hacía estremecer de alegría y reencontrarnos en el pasado feliz que tanto nos apetecía al  mismo tiempo que nos hacía sentir pudor al recuperarlo siquiera un momento.   

Silverio pudo acomodarse rápidamente en casa de Doña Elvira, una mujer amable y servicial que le proporcionó una habitación espaciosa y bien acondicionada. Doña Elvira era viuda y se ganaba la vida acogiendo a huéspedes esporádicos o no  que pasaban, a veces una buena temporada, en el pueblo: vendedores ambulantes, maestras, viajantes.         
Era una pensión de pueblo, una casa familiar que proporcionaba a sus huéspedes lo indispensable: una habitación para dormir, un salón para comer y charlar y un aseo compartido. A Silverio se le dispuso un cuarto amplio que casualmente estaba vacío desde esa misma mañana. Él mismo relató que estaba de paso por el pueblo, que en el extranjero había conocido a un vecino de allí y le gustaría pasar a saludarlo. El problema era que no recordaba su nombre, sólo si lo viese lo reconocería. 
Pero doña Elvira era lista y vieja y desde el primer momento supo que don Román, como se hizo llamar Silverio, ocultaba algo.   
Desde estas cábalas la dueña de la pensión se propuso descubrir el secreto de aquel hombre enigmático que a menudo gustaba hablar de países extraños donde había vivido aventuras exóticas. Eran relatos, a la luz de la lumbre, que casi todas las noches Silverio desplegaba de sus vivencias o de su imaginación y con los que conseguía embelesar a sus compañeros de fonda. Para un maestro y un viajante acostumbrados a una vida solitaria, en un país lúgubre,  los relatos de Silverio eran apasionantes. Pocas veces habían tenido la ocasión de compartir con alguien historias, inventadas o no, que ofrecían una gran credibilidad, sobre todo porque el narrador era un hombre serio, refinado, acostumbrado a hablar de cosas serias y de manera protocolaria.
- Escuchen lo que me ocurrió una vez mientras cruzaba el río de la Plata desde Buenos Aires hasta Uruguay en la embarcación de un amigo terrateniente. Era ya por la tarde cuando nos acercábamos a las costas de Colonia. Fue entonces que descubrimos en el cielo una extraña luz que nos sorprendió gratamente. Se diría que nos alumbró el camino hacia la costa esquivando unas peligrosas rocas que nos hubiesen complicado bastante la existencia. ¿Quieren saber los detalles?.  Pues sucedió exactamente el día de san Martín. Mi amigo y yo ...

Y Silverio conseguía recabar la atención de sus interlocutores de tal manera que tras el relato, un silencio pulcro y mágico recorría la cocina por unos instantes. Doña Elvira era una más de las extasiadas pero también siempre  la primera en romper el hechizo con cualquier frivolidad:
- Don Román, ¿le importaría echar un tronco a la candela?.

Don Antonio, el maestro, disfrutaba enormemente en estas veladas. Era un hombre de mediana edad, tímido, culto, curioso, enamorado de su trabajo, al que dedicaba su vida. Un maestro vocacional que cada día luchaba por encontrar nuevas estrategias para enseñar mejor y con mayor profundidad a sus discípulos. Un innovador de alguna manera frustrado ante la perspectiva de envejecer en un pueblo perdido de la Extremadura profunda. Por eso, los relatos de Silverio eran para él aire fresco, vivencias a las que podía acceder emocionalmente y viajar con ellas a nuevos mundos.    

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